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Boletin ICCI Rimai
Publicación mensual del Instituto Científico de Culturas Indígenas.
Año 3, No. 31, octubre del 2001

Primera Parte

Capital social, etnicidad y desarrollo: algunas consideraciones críticas desde los andes ecuatorianos

Víctor Bretón Solo de Zaldívar
Universidad de Lleida (España)
Investigador asociado a FLACSO / sede Ecuador

Grupo Interdisciplinar de Estudios de
Desarrollo y Multiculturalidad / GIEDEM

Correo electrónico: breton@hahs.udl.es
Lleida, octubre 2001


Resumen ejecutivo

El autor establece que la política de creación de capital social realizado por las ONGs y el PRODEPINE en el campo ecuatoriano, constituyen la forma como se concreta el control social que la globalización neoliberal requieren para el éxito de su modelo de desarrollo.

Partiendo de tres ejes: el movimiento indígena, el ajuste neoliberal y el fomento a la inversión en capital social, al autor destaca la participación de la CONAIE como un freno al modelo neoliberal, establece como las políticas asistencialistas del Estado se han convertido en una real privatización del desarrollo y cómo la formación de cuadros técnicos indígenas hace posible la concreción del desarrollo tal como es concebido por el Banco Mundial.

Dentro del controvertido y polifacético mundo de las políticas de desarrollo rural y sus vínculos con la emergencia y la evolución de los movimientos sociales en un país como Ecuador -caracterizado, entre otras cosas, por la presencia de uno de los movimientos indígenas más dinámicos del continente-, el tema de las relaciones entre las Organizaciones No Gubernamentales (ONG), las financieras multilaterales que operan en el medio indígena-campesino y las organizaciones populares, se nos antoja fundamental desde la óptica de la investigación social. De hecho, ya en un trabajo anterior (1) nos interrogamos sobre las razones que inducen a muchas ONG a concentrar sus actuaciones en las áreas con mayor porcentaje de población quichua de la Sierra ecuatoriana, así como sobre los efectos de esa orientación en la consolidación de los pisos intermedios del andamiaje organizativo indígena. Los resultados, como veremos, nos indujeron a calificar a esos modelos de intervención como neo-indigenistas, así como a llamar la atención sobre la relevancia que están adquiriendo las iniciativas que, capitaneadas por el Banco Mundial y otras instituciones del entramado financiero neoliberal, se articulan alrededor de la noción de capital social. Son remarcables aquí los programas que, como el Proyecto de Desarrollo de los Pueblos Indígenas y Negros del Ecuador (PRODEPINE), apuestan por el fortalecimiento organizativo como estrategia de lucha contra la pobreza y la exclusión, haciendo así una particular adaptación de las teorías del capital social a la realidad del mundo indígena.

En este sentido, los Andes ecuatorianos constituyen un espacio representativo de los logros y las potencialidades brindadas por esta nueva forma de entender la injerencia sobre la sociedad rural. Se trata, en primer lugar, de una zona caracterizada por la presencia de un porcentaje importante de población indígena y campesina que ha estado durante décadas incluida en iniciativas desarrollistas que, como los proyectos DRI de los años ochenta, por no tomar en consideración ni las expectativas de las comunidades ni las peculiaridades de sus formas de inserción en el mercado, han tenido unos resultados más bien escasos desde el punto de vista de su sostenibilidad y su eficiencia. Con todo, la trayectoria andina ha hecho que, desde mediados de la década de los noventa, organismos como el Banco Mundial y -en menor medida todavía- el Banco Interamericano de Desarrollo y la CEPAL hayan empezado a abrir líneas de trabajo en la mencionada dirección del capital social: se intentará garantizar el éxito de los programas, en consecuencia, a partir de vincular a éstos con los intereses y las expectativas reales de los beneficiarios a través, esencialmente, de un fortalecimiento institucional capaz de dotar a los indígenas y campesinos de las herramientas necesarias para liderar la implementación de esos proyectos y hacer extensiva la participación en los mismos a la totalidad de las bases. En esa dirección, las instituciones privilegiadas dentro del andamiaje organizativo indígena han sido las organizaciones de segundo grado (OSG). No es casual, de hecho, que tanto las ONG más importantes que operan en el callejón interandino como el mismo PRODEPINE coincidan en remarcar la posición privilegiada en que se ubican las OSG: son estructuras manejables -ni muy pequeñas (e irrelevantes en términos del impacto de la intervención), ni excesivamente grandes (lo que aumentaría el riesgo de diluir los resultados)-, aparentemente bien coordinadas con las organizaciones de base que las integran y que, a juzgar al menos por la retórica de sus líderes, condensan en sí mismas todas las virtudes emanadas del comunitarismo con que tantas veces han sido estereotipados los campesinos andinos desde posiciones esencialistas.

Es muy poco todavía, sin embargo, lo que conocemos sobre la verdadera naturaleza de las OSG. Es más: las pocas investigaciones disponibles sugieren que hay un notable desfase entre lo que los teóricos que aplican la noción de capital social a los Andes piensan que son y lo que son realmente. En lugar de la imagen de caja de resonancia de las bases y de la participación popular que la literatura especializada se empeña en proyectar sobre ellas, el trabajo de campo riguroso acerca de las complejas relaciones entre las organizaciones de primer grado y las OSG evidencia, por el contrario, la existencia de un universo conflictivo, contradictorio y definitivamente alejado de ese retrato estereotipado y edulcorado de la realidad microsocial (Martínez V. 1997). Se hace indispensable, pues, perseverar en esa línea de análisis; y más en un escenario como el de los Andes del Ecuador, donde las mencionadas visiones irreales de la naturaleza de las OSG están legitimando la continuidad de políticas millonarias de desarrollo como las representadas en este momento por el PRODEPINE.

El objetivo de las páginas que siguen es, a la luz de la experiencia ecuatoriana, presentar para el debate algunas reflexiones sobre esos tres temas (capital social, etnicidad y desarrollo), así como sobre sus interrelaciones en la era de la globalización. Todo ello partiendo de una serie de premisas, tales como la empatía del que suscribe por el objeto de estudio -un movimiento social (el indígena) que ha puesto sobre la mesa, parafraseando a Rodrigo Montoya (1992), la consideración del derecho a la diferencia como un fragmento ineludible de la utopía de la libertad-; la convicción en la importancia estratégica del conocimiento científico como herramienta de cambio social; y la creencia en la indispensabilidad de desenmascarar el carácter conservador, sesgado y neocolonial de los nuevos modelos de interpretación e intervención sobre la sociedad rural. En base a ello, el texto está ordenado en torno a tres ejes: el sujeto -el movimiento indígena-, el contexto -el ajuste neoliberal- y el modelo, que no es otro que el fomento de la inversión en capital social como nuevo "tema-estrella" en las políticas de desarrollo.

El sujeto: el movimiento indígena o la etnicidad como estrategia

El advenimiento del movimiento indígena como un actor político de primera magnitud ha sido, sin duda, uno de los acontecimientos más trascendentales de la historia social contemporánea del Ecuador. Aunque arranca de procesos que hunden sus raíces en las décadas precedentes, es en la de los años ochenta cuando, definitivamente, los indígenas consiguieron condensar en la CONAIE la que probablemente haya sido hasta el momento la plataforma de reivindicación identitaria con mayor capacidad de movilización y de interpelación de América Latina. Con la única salvedad, quizás, de la súbita entrada en escena de los neozapatistas chiapanecos en 1994, ningún otro movimiento indígena ha tambaleado tanto los cimientos del Estado-nación post-colonial en la región como el ecuatoriano: buena muestra de ello es la liquidación definitiva de lo que, con mucho acierto, Andrés Guerrero (1997, 2000) ha calificado como "las formas ventrílocuas de representación". De una situación secular en la cual la voz de los indígenas tenía que ser "traducida" por intermediarios blanco-mestizos que hablaban en su nombre (el de los indios), elevando así sus "demandas" a las instancias del poder, se ha pasado a otra en la que la presencia de una nueva intelectualidad indígena con capacidad para articular un discurso político propio ha roto esos mecanismos tradicionales de intermediación pública: la voz de los indios es audible -directa y claramente audible- desde que en 1990 paralizaran por vez primera el país y cuestionaran, también por vez primera, la permanencia de un esquema estatal de relaciones excluyente e inequitativo.

El gran desafío para los científicos sociales es, pues, dar cuenta de cómo fue posible semejante transformación en tan poco tiempo, si medimos éste en términos históricos: explicar cuáles fueron las circunstancias que, en las postrimerías del siglo XX, posibilitaron la viabilización de la etnicidad como estrategia reivindicativa de una parte muy importante de la población rural pobre del callejón interandino ecuatoriano. En esta línea, y dado que la etnicidad se construye y se transforma en escenarios conflictivos

(2), el discurso indianista contemporáneo puede entenderse como derivado en última instancia de las presiones que la globalización neoliberal ejerce sobre las condiciones de supervivencia de los sectores subalternos. Unas presiones que, a su vez, darían cuenta de la revitalización identitaria como uno de los medios para enfrentarlas: no parece casual que la construcción étnica emerja con frecuencia asociada a formas de protesta social y, en la particular tesitura latinoamericana de los noventa, de fuerte contenido anti-neoliberal (o, cuando menos, anti-ajuste). En mayor o menor medida, y junto a no pocos elementos específicos de cada una de las casuísticas locales, así ha sucedido en Chiapas, en el Chapare boliviano, en el altiplano occidental de Guatemala, o en los Andes ecuatorianos.

En casos como el del Ecuador, además, el escenario que han ido definiendo todos esos procesos de afirmación étnica se caracteriza por el hecho de que, ante el descalabro del Estado desarrollista y ante la crisis y el descrédito generalizado de las propuestas procedentes del espectro de la izquierda clásica, el indígena haya sido el único movimiento social con una remarcable capacidad de enfrentar a sectores muy amplios de la población contra la implacabilidad de un ajuste económico de alto coste social presuntamente "inevitable". Con esto no queremos decir que, gracias a ello, el Ecuador haya podido eludir los parámetros que delimitan hoy por hoy el devenir de las economías latinoamericanas, ni mucho menos: a la vista está, sin ir más allá, la dolarización de la economía nacional; un proceso que ha colocado al país "un paso al frente" en lo que al radicalismo en la traducción a la realidad local de los preceptos neoliberales se refiere. Lejos de ello, pensamos que la impronta de la fortaleza demostrada por el movimiento indígena en los últimos quince años se evidencia en las características del ajuste a la ecuatoriana: en lugar de un modelo unilineal y ortodoxo (como en la Bolivia de Sánchez de Lozada, en el México de Salinas o en el Perú del "fujishock"), en Ecuador los sucesivos ajustes fueron zigzagueantes, heterodoxos y sin ningún tipo de visión macro a medio o largo plazo. En el contexto de un Estado tan débil y clientelar como el ecuatoriano -históricamente débil y clientelar-, donde (con pocas excepciones) el populismo y la ausencia de escrúpulos acostumbran a ser atributos recurrentes en la clase política, la reiterada capacidad movilizadora de la CONAIE ha incidido más de lo que suele reconocerse en la errática trayectoria de la gestión económica del país, al obligar periódicamente a negociar, matizar y reorientar los lineamientos del gobierno de turno.

El contexto: el neoliberalismo y la privatización del desarrollo

Liberalización y apertura son dos de las palabras mágicas de la ortodoxia neoliberal. En su nombre se ha procedido en toda América Latina -con titubeos más o menos intensos, según los países- a desproteger los mercados internos de insumos y producciones, así como a consolidar un marco jurídico capaz de garantizar el funcionamiento de un verdadero mercado de tierras plenamente capitalista. Sin menoscabo de la repercusión -dramática repercusión- que el primer tipo de medidas ha acarreado sobre las pequeñas explotaciones familiares de la región, este último aspecto ha supuesto, pura y llanamente, romper el pacto agrario del Estado con los campesinos, pacto a través del cual -recuérdese- el Estado había acostumbrado a mitigar -que no eliminar, ni mucho menos- los conflictos y a garantizar la paz social durante el dilatado período desarrollista. Esa fue al menos la primera consecuencia de las contrarreformas privatizadoras de México (1992), Perú (1993), Ecuador (1994) o Bolivia (1996).

Ese proceso vino acompañado de una substitución del principio de la reforma agraria integral como leif motiv de las políticas a implementar sobre la sociedad rural por el del desarrollo rural integral. Una substitución nada baladí, puesto que implicó abandonar la pretensión de una transformación estructural global del sector agrario en aras de una intervención parcial y focalizada a determinados grupos de productores rurales; abandono que supuso, en segundo lugar, mutar su concepción inicial como estrategia de desarrollo en otra meramente asistencialista, a modo de programa social limitado y fragmentado por definición. El contexto institucional en que se ha intentado llevar a la práctica el paradigma del DRI (y post-DRI) es, por otro lado, el de un desentendimiento cada vez más notorio del Estado hacia estas cuestiones y el de la lógica proliferación de nuevos agentes en el medio rural -ONG de toda clase y orientación- que van a ir suplantando poco a poco al Estado en unas esferas de actuación casi desdeñadas por los poderes públicos. Hemos asistido como sin saberlo, en suma, a una privatización en toda regla de las políticas y las iniciativas en desarrollo rural.

Partiendo de esa realidad, la tesis que planteamos -tesis compartida con otros autores y sobre la cual empiezan a acumularse evidencias empíricas- es que el modelo de cooperación al desarrollo actual, fundamentado en buena parte en la actuación de las ONG, es la contraparte neoliberal en lo que respecta a las políticas sociales en muchos países de América Latina. Es verdad que la presencia de ONG en la región no es nueva, y que en el caso del Ecuador algunas de las más importantes se remontan a los tiempos de las luchas por la tierra. Lo que sí es realmente novedoso es la proliferación y la entrada masiva en escena de esta clase de organizaciones a partir de los inicios de la década del ochenta. Los datos aportados por Jorge León (1998) son bien ilustrativos al respecto: casi tres cuartas partes (el 72,5%) de las ONG que hicieron aparición en Ecuador a lo largo del siglo XX (hasta 1995) vieron la luz en los quince años que van de 1981 a 1994 (3); es decir, a la par de la puesta en marcha de las diferentes políticas de ajuste ensayadas desde 1982. Se constata, así, la existencia de una relación directa entre el replegamiento del Estado del ámbito de las políticas de desarrollo y el incremento, en plena crisis, de ONG en activo cuya intervención ha servido para tejer un cierto "colchón" capaz de amortiguar (siquiera someramente) los efectos sociales de aquélla. Desde este punto de vista, es innegable que forman parte del engranaje de un modelo global tremendamente acomodaticio para con el ajuste, por heterodoxo que éste sea.

Por otra parte, y atendiendo al ámbito específico de las intervenciones sobre el medio rural, ese brusco cambio de contexto macro también incidió sobre aquéllas otras ONG con mayor solera, en el sentido de que tuvieron que enfrentar un proceso más o menos traumático de redefinición de sus prioridades, de sus métodos y del papel a desempeñar en el escenario regional. Hay que decir, empero, que este proceso puede darse -y así ha sido en muchos casos- incluso a pesar del propio código ético de los responsables locales de las ONG: suelen ser las financieras externas (habitualmente europeas o norteamericanas) las que imponen las temáticas, los plazos y las orientaciones políticamente correctas de los proyectos a ejecutar. De ese modo, la economía política del neoliberalismo ha ido exigiendo a las viejas ONG repensar y replantear sus relaciones con el Estado, con el mercado y con los beneficiarios, generando a menudo una verdadera crisis en términos de identidad, legitimidad y continuidad institucional.

Nos parece oportuno señalar, por último, que el paradigma de intervención representado por el modelo de las ONG es, paradójicamente, una suerte de anti-paradigma o, si se prefiere, de no-paradigma. Decimos esto porque, en realidad, hay tantos modelos de actuación sobre las comunidades campesinas como agencias de desarrollo, siendo sencillo encontrar parroquias rurales del callejón interandino en cuyo territorio opera simultáneamente una multiplicidad inusitada de aquéllas. Además de la yuxtaposición consiguiente de otras tantas pequeñas estructuras burocrático-administrativas -aspecto éste que pone en entredicho la mayor eficiencia de las ONG en términos operativos-, esto genera la superposición sobre la misma base social de proyectos ejecutados desde patrones con frecuencia contrapuestos: no cuesta mucho, por poner un ejemplo recurrente, ubicar en los Andes comunidades indígenas sobre las cuales se estén implementando iniciativas inspiradas en la agroecología junto a otras emanadas de los preceptos más clásicos de la revolución verde. Adoleciendo por lo general de una visión holística e integrada de la realidad social, el cuadro que se obtiene con perspectiva es el de un coro con multitud de voces, con multitud de melodías y con multitud de directores que avanza, a trompicones, en una curiosa sinfonía sin un fin preciso, sin un horizonte claro y sin poder converger mínimamente en una partitura común que permita al menos evaluar cabalmente los resultados parciales a la luz del conjunto. Semejante heterogeneidad en los intereses y en los enfoques fomenta, como es lógico, todo tipo de reticencias a la colaboración interinstitucional a gran escala, aunque sólo sea por la simple incompatibilidad de paradigmas, además de una competencia ciertamente darwiniana por unos recursos -los de la cooperación- por definición escasos en relación a las ingentes necesidades del "desarrollo" convencionalmente entendido.

Notas

1. Este texto recoge, matiza y desarrolla algunas de las conclusiones de mi libro Cooperación al desarrollo y demandas étnicas en los Andes ecuatorianos. Ensayos sobre indigenismo, desarrollo rural y neoindigenismo, publicado en FLACSO / sede Ecuador (Quito, 2001).

2. Frente a las posiciones esencialistas -harto frecuentes en la literatura sobre el tema-, partimos aquí de una visión construccionista de la etnicidad: las identidades colectivas entendidas, no como entidades estáticas e inmutables, sino como construcciones sociales que, fundamentadas en un conjunto variable y arbitrario de indicadores étnicos, pueden encerrar un gran potencial estratégico desde el punto de vista de las demandas sociales, políticas y económicas.

3. Arcos y Palomeque (1997, 25-26) elevan la proporción hasta el 80%.


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