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Boletin ICCI ARY-Rimay
Boletín ICCI-ARY Rimay, Año 7, No. 79, Octubre del 2005

 

¿Más allá del neoliberalismo étnico?
Enseñanzas desde los andes del Ecuador
Parte II

Víctor Bretón Solo de Zaldívar1


I. PRODEPINE tiene más de continuista que de innovador. Se nutre del humus de décadas de presencia masiva de instituciones de desarrollo en el ámbito indígena-campesino, se ha alimentado de la experiencia acumulada –más de sus resultados sociales y políticos que de los dudosos beneficios en lo que a la reducción de la persistente pobreza se refiere– y se propone perpetuar el modelo dominante de relación donante-beneficiario, aunque eliminando antiguos intermediarios (caso de las ONG) y centralizando la toma de decisiones en manos de un reducido staff de líderes indígenas de alto nivel (quienes manejan la dirección ejecutiva y la gestión nacional del Proyecto). Ese grupo, por supuesto, opera con la aquiescencia y el apoyo del Banco Mundial, lo cual no significa que en determinados momentos no puedan surgir motivos de controversia.

PRODEPINE, en efecto, ha tendido a concentrarse en aquellos espacios más visitados previamente por las agencias de desarrollo, sobre todo por las privadas2. Ello es así, en buena medida, porque muchas de esas instituciones habían focalizado sus prioridades en la consolidación del andamiaje organizativo. En este punto destaca la labor desplegada por no pocas ONG pasado el tiempo de la lucha por la tierra y las reformas agrarias. Si bien los resultados obtenidos por esos agentes en lo que respecta a la mejora de las condiciones de vida de la población rural o a la eficiencia y eficacia de los proyectos de desarrollo por ellos impulsados arroja más sombras que claros (un tema, en cualquier caso, que escapa al objeto de este ensayo y sobre el que ya hay bibliografía disponible)3, lo cierto es que en muchos casos –y a menudo desde posiciones ideológicas progresistas– se invirtieron cuantiosos esfuerzos por levantar un andamiaje organizativo como motor hipotético del cambio social y, sobre todo, como interlocutor en las acciones de desarrollo. Durante más de veinticinco años, las OSG fueron las instancias privilegiadas de esa interlocución desde la lógica de las ONG y, por ello, no debe sorprender la constatación de una elevada correlación entre la mayor condensación de éstas y la mayor densidad organizativa cristalizada a nivel de segundo grado, como tuvimos ocasión de mostrar en un trabajo anterior (Bretón 2001).

En consecuencia, PRODEPINE encontró más y mejores contrapartes en las áreas ya de antiguo “beneficiadas” por esas instituciones de desarrollo. Si el modelo relacional OSG / ONG puede ser calificado como de neoindigenista, al responder –a pesar del propio código ético de muchas agencias– a una relación de poder y de inducción de determinados esquemas organizativos, la aportación de PRODEPINE profundiza en esa misma línea, al tiempo que refuerza sus tintes etnófagos insertando en la gestión de las intervenciones concretas a las dirigencias locales y en la gestión nacional y regional a representantes de la intelligentsia indígena. Lo más sorprendente del caso es, sin embargo, que a pesar de partir de los resultados exitosos obtenidos por toda esa experiencia previa –las OSG ya operativas en 1998 y la permeación en buena parte de ellas de la lógica proyectista–, PRODEPINE sirve de efecto demostración de cómo se puede seguir trabajando en ese rumbo prescindiendo, ahora sí, de la intermediación de las ONG (otrora funcionales4), estableciendo relaciones directas desde la infraestructura ejecutiva creada ad hoc por el Banco Mundial en el país (previa negociación con el Estado y con las grandes federaciones indígenas nacionales) hacia los pisos intermedios del entramado organizativo indígena (las OSG), esta vez no tanto en calidad de receptores pasivos de los insumos como de ejecutores y partícipes activos.

II. PRODEPINE no se interpela sobre la calidad del capital social inducido. Es verdad que fomenta el fortalecimiento organizativo a nivel de OSG, pero no es menos cierto que muchas de esas organizaciones están con frecuencia controladas por una élite indígena local con capacidad de redistribuir muy discrecionalmente recursos con que llevar a cabo proyectos en sus comunidades filiales. La naturaleza más o menos democrática o participativa de ese proceso de redistribución dependerá obviamente del mayor o menor establecimiento de relaciones clientelares por parte de la dirigencia. En cualquier caso, lo que parece claro es que PRODEPINE no entra a valorar las características reales y substantivas de las federaciones de segundo grado y sí más bien a fortalecer las existentes, sean como sean, en nombre de una hipotética concentración de capital social.

Los datos indican, ciertamente, que PRODEPINE ha significado un estímulo para la creación de OSG –de 141 en las provincias de la sierra en 1998 se pasó a 164 en 2002 (Coronel 1998; Larrea et al. 2002)– y para apuntalar esa modalidad organizativa como eficiente desde el punto de vista de la mediación con el aparato del desarrollo. La razón es puramente crematística, tal como sugiere el hecho de que se constate una relación directa a nivel cantonal entre la presencia de más (y/o más sólidas) OSG y la afluencia de más subproyectos (y más recursos) PRODEPINE. Tampoco debe sorprendernos esa correlación, dado que, históricamente, las OSG se han solido constituir ante la llegada de alguna(s) agencia(s) de desarrollo con proyectos bajo el brazo en busca de contrapartes de beneficiarios. Desde esa óptica, la proliferación de OSG –a menudo a través de la escisión (y debilitamiento) de otras más antiguas tras la afluencia de nuevos proyectos y, con ellos, de la posibilidad de consolidar nuevas dirigencias– debe ser entendida también como una estrategia local ante las reglas de un juego que la población local no controla (el de la cooperación al desarrollo) y que opera en un contexto macro profundamente lesivo para los intereses de las economías campesinas: la única posibilidad brindada de acceder a unos recursos externos ha estribado, de hecho, en la constitución de organizaciones de segundo grado y, con demasiada frecuencia, en la fragmentación de las ya existentes.

La naturaleza de esas OSG, pues, es heterogénea y controvertida, alejada en cualquier caso de la imagen algo idealizada de “caja de resonancia” del capital social depositado por las bases que algunos autores cercanos al Proyecto pretender ver5. En ellas es habitual por el contrario el manejo clientelar y verticalista de las relaciones con las bases por parte de las dirigencias. Un elemento importante a tener en cuenta para explicar esto es que, con frecuencia, esas dirigencias provienen de los estratos más privilegiados del campesinado (son las élites socioeconómicas locales); aquéllos que más provecho pudieron sacar en su día de los procesos de reforma agraria, de los proyectos de desarrollo rural integral de los ochentas, y que más insumos obtuvieron de la intervención de ONG y financieras multilaterales en las últimas décadas6. Esos son los sectores capaces de interlocutar exitosamente con los agentes de desarrollo, los que suelen controlar los hilos del poder y la toma de decisiones al interior de las OSG y, por consiguiente, los previsiblemente más beneficiados con una intervención –la de PRODEPINE– que pone en sus manos la gestión de cuantiosos recursos7.

III. PRODEPINE coadyuva la división y fragmentación del campesinado andino, entre beneficiarios y no beneficiarios, indígenas frente a mestizos, dificultando por omisión cualquier intento de tender puentes. Todo ello acontece en un contexto de persistente crisis en el medio y de una carencia notoria de recursos públicos y privados, circunstancia que alienta la competencia y la división.

Pensemos por un momento en lo que ha significado la dolarización de la economía nacional para las, ya de por sí, depauperadas economías campesinas de la sierra. Una simple observación sobre el terreno pone de manifiesto de qué manera los productos de los países vecinos (Colombia y Perú) han invadido los mercados locales y regionales. La situación es tan angustiante que se llega a situaciones límite en las que, simplemente, los pequeños productores de papa de las tierras altas –pequeños productores, dicho sea de paso, que gracias a décadas de cooperación al desarrollo, en nombre de la revolución verde, dependen para su producción de la adquisición de insumos industriales (que suelen ser importados y que se rigen por los estándares de precios de los mercados internacionales)– se encuentran ante la disyuntiva de disminuir sus costos (y el margen de maniobra es ciertamente escaso, si es que lo hay), o pura y simplemente, quedar excluidos del mercado8. Lo mismo puede argumentarse sobre otros muchos rubros comerciales, desde la leche, el maíz o la carne, hasta la propia fuerza de trabajo, dificultando y distorsionando previsiblemente la implementación de estrategias tan recurrentes en el medio indígena como la migración estacional: temporeros colombianos y peruanos ocupan y desplazan fuerza de trabajo nacional dada su disponibilidad a cobrar en torno a un 30% menos. No es difícil especular sobre los efectos que esta situación acarrea para las explotaciones campesinas, presio­nadas a vender cada vez más barato, a comprar cada vez más caro y con serias dificultades incluso para poder emplear temporalmente parte de su mano de obra en unos mercados laborales cada vez más saturados y presionados a la baja en sus salarios.

La estrategia del Banco Mundial ha pasado por fragmentar a los actores sociales. Fragmentarlos, eso sí, en base a su adscripción étnica: unos (los indígenas) pudiéndose acoger a los beneficios de PRODEPINE y otros (el resto) amparados por el paraguas de PROLOCAL (Proyecto de Desarrollo Local Sostenido), una iniciativa operativa desde 2001 y orientada a la población rural no-indígena al margen de PRODEPINE9. Es decir, que a lo largo y ancho de las parroquias andinas vamos a ver proliferar una multiplicidad de iniciativas en desarrollo rural; aisladas las unas de las otras; como si no fuera posible articular una agenda común del campesinado serrano –más allá de sus identidades colectivas– de cara a enfrentar la compleja coyuntura actual (y más en la tesitura de las negociaciones del Estado ecuatoriano con la Administración estadounidense para la firma de un Tratado de Libre Comercio, negociaciones en las cuales, desde luego, no parece que la voz y las demandas de esos campesinos sean audibles). La situación es tanto más kafkiana en cuanto, además, habitualmente los actores fragmentados desarrollan sus actividades compartiendo un territorio: unos arriba, en las tierras más altas, y otros más abajo, alrededor de las cabeceras parroquiales y cantonales10. De esta manera, puede muy bien darse la situación de la existencia de unos planes de manejo de un sector de un valle o de una microcuenca, traducidos en cualquier cantidad de pequeños proyectitos concretos, pero absolutamente desligados de las intervenciones focalizadas en otros sectores de ese mismo agroecosistema por la apuesta –perfectamente intencionalizada– de sancionar la segregación de hipotéticos aliados con intereses comunes en base a parámetros culturalistas más o menos esencializados (y que benefician además a las correspondientes dirigencias medradas a la sombra protectora del etnodesarrollo).

IV. PRODEPINE representa una eficaz correa de transmisión del proyectismo, marca los límites de las demandas posibles de las organizaciones indígenas al monto y la cuantía de los subproyectos y se constituye, así, en la herramienta privilegiada de una estrategia neo-indigenista y etnófaga de marcado carácter neo-colonial. Vayamos de todos modos por partes, diferenciando las implicaciones económicas y sociales del proyectismo (a escala comunitaria) de sus corolarios políticos.

Desde un punto de vista estrictamente económico, habría que empezar a cuestionar la viabilidad del proyectismo en el complejo escenario dolarizado descrito en el acápite anterior. Eso sin contar con que, como tantas otras iniciativas precedentes en desarrollo rural, la mayoría de los subproyectos PRODEPINE adolecen de una visión irreal de las condiciones de producción y reproducción de las pequeñas unidades. Se continúa privilegiando una imagen agrarista del mundo rural que tiene poco que ver con la nueva ruralidad que se ha ido conformando en estos últimos decenios (a partir de las reformas agrarias y la expansión urbana de la etapa desarrollista, de hecho)11. El que esas iniciativas hayan surgido de las demandas de las OSG no es óbice para restar responsabilidad a la gestión de unos fondos públicos (no se olvide) que también debieran velar por la viabilidad y la sostenibilidad de las inversiones. Eso sin contar –y a cualquier conocedor de la dinámica interna habitual de los subproyectos PRODEPINE le va a resultar familiar la siguiente afirmación– los más que frecuentes desenlaces de iniciativas presuntamente comunitarias (al menos co-financiadas –en forma de trabajo– por las comunidades) que terminan siendo usufructuadas por las élites campesinas (bien dirigentes o muy vinculadas con las dirigencias) con capacidad de gestión y de endeudamiento12.

Pero lo que me parece más remarcable es el efecto político del proyectismo (y vuelvo al inicio, a saber: que PRODEPINE tiene más que ver con el poder que con el presunto desarrollo prometido), que no es otro que el sopor analgésico que ejerce sobre los diferentes niveles del andamiaje organizativo indígena. En cierto sentido, y en la medida en que PRODEPINE actúa como correa de transmisión del proyectismo, puede contribuir a vaciar de grandes contenidos políticos a las plataformas nacionales de reivindicación étnica. PRODEPINE, en efecto, sitúa el campo de batalla de los pisos intermedios del edificio organizacional en el número, la cuantía y la naturaleza de los subproyectos, alejando la discusión política de alcance hacia arriba, hacia las federaciones de ámbito estatal; y eso en el mejor de los casos, pues estructuras como la CONAIE, la FEINE o la FENOCIN han estado activas en la batalla por el control de PRODEPINE y otras instancias de inserción en el Estado. Esta es otra cuestión que merece la pena destacar, pues PRODEPINE era una institución formalmente incrustada en el Estado ecuatoriano. Por consiguiente, la participación en el Proyecto formaba parte de una estrategia global por ocupar espacios de representación y gestión pública en el armazón del propio Estado. En ese contexto, el hecho de situar en el centro de la discusión la magnitud (¿cuánto dinero, cuántos proyectos y cuántos beneficiarios?) de PRODEPINE –ahí están las encendidas discusiones en torno a la conveniencia o no de una segunda fase– vacía el posible contenido político anti del movimiento indígena, lo desideologiza, lo institucionaliza y lo encauza en una vía asumible por el modelo. El proyectismo se constituye así en la única baza posible de negociación de cara a unas bases sociales empobrecidas, en franca descomunalización13 y con pocas expectativas de futuro. Ese es el triunfo de PRODEPINE –y hubiera sido el de su prolongación–, proyectándose amenazadoramente sobre el conjunto del entramado organizativo indígena.

¿Más allá del neoliberalismo étnico? Reflexiones finales

En 1999, Antonio Rodríguez publicó un breve artículo en el que se hacía eco de los riesgos de lo que él denominaba como neoliberalismo étnico. Ya entonces, al reflexionar sobre los logros que la Constitución de 1998 suponía desde la perspectiva de los derechos de los pueblos y nacionalidades indígenas del Ecuador, se preguntaba

¿Sobre qué se va a construir la pluriculturalidad, si se está acabando la base comunal? Si las reformas jurídicas no inciden sobre los elementos estructurales de las sociedades indígenas, ¿cómo entender, entonces, estas posiciones etnicistas que sustentan el discurso de las nacionalidades pero olvidan hablar del actual modelo económico neoliberal y los gobiernos que lo sustentan, que son absolutamente contrarios a la sobrevivencia y el desarrollo de las comunidades como base de las nacionalidades y pueblos? (1999, 3).

Ni que decir tiene que el texto fue objeto de una agria polémica: muchos intelectuales indianistas –y no pocos científicos sociales filoindianistas– consideraron exageradas las advertencias vertidas sobre los límites de la vía etnicista en la consagración de los mencionados derechos. De manera similar, dos años después, Saint-Upéry (2001) llamaba la atención en un sentido complementario sobre el callejón sin salida del giro esencialista –etnopopulista, podríamos decir–  a que parecía encaminarse una parte de las demandas del movimiento indígena: “Es perfectamente posible –planteaba este autor– que la inflexión étnico-culturalista de las reivindicaciones (...) tienda a producir resultados en realidad muy vulgarmente economicistas”, en el sentido de

permitir la consolidación y la legitimación ‘material’ de élites étnicas que canalizan la redistribución de los recursos hacia las comunidades en interacción cómplice con una burocracia estatal que administra la diferencia en función de los esquemas de moda sobre el ‘desarrollo con identidad’, modernizando las más sórdidas prácticas económicas neopatrimoniales por el medio de un discurso multicultural que preconice la autogestión étnica de la miseria (2001, 65-66).

En realidad, todo ello era la culminación de un camino en el que los modelos imperantes en la cooperación al desarrollo desde el final de la era de las reformas agrarias habían fomentado una cierta etnitización; fenómeno evidenciado en la tendencia recurrente a concentrar las intervenciones sobre áreas predominantemente indígenas y, en parte por ello, pues la indianidad se convirtió en un reclamo real de cara a obtener recursos y proyectos, en una ya remarcable deriva fundamentalista de determinados planteamientos identitarios. De todo eso tuve yo mismo ocasión de dar cuenta (Bretón 2001), aunque en algunas ocasiones esas advertencias –emanadas de la investigación– no fueron del todo bien entendidas14. La sucesión de los acontecimientos en los últimos años, incluyendo el controvertido paso por el Gobierno nacional, a todos sus niveles, de destacados (y no tan destacados) representantes del movimiento indígena, y las secuelas –las heridas, mejor dicho– que experimentos como PRODEPINE han dejado sobre el andamiaje organizativo (mayor fragmentación; menor capacidad de movilización; vaciamiento ideológico de buena parte de las dirigencias, convertidas en meras gestoras de los proyectos a implementar en sus áreas de influencia) dan la razón a quienes insistíamos en los peligros que encerraba –en nombre de la identidad– la separación y priorización de las cuestiones estrictamente identitarias del resto de reivindicaciones que históricamente habían estado presentes en la agenda indígena.

Recuerdo que una mañana algo lejana, allá por las postrimerías de los años noventas, un destacado técnico contratado por el Banco Mundial y muy relacionado con PRODEPINE me confesó que veía a éste como la etapa final de un largo proceso. Un proceso (el de los modelos de intervención sobre las comunidades indígenas en los Andes) que, en su opinión, comenzó a mediados del siglo XX con el Proyecto Vicos, en el Perú, que continuó con la Misión Andina (en Ecuador, Perú y Bolivia) y que, con altibajos, constituía una senda de acumulación de conocimientos, de perfeccionamiento de las metodologías y de los aparatajes de medición. En la lógica de esa visión unilineal ascendente (como el progreso) de lo que han sido las principales iniciativas indigenistas en la región andina, PRODEPINE se le antojaba el artefacto más sofisticado, eficaz e idóneo para hacer llegar –esta vez sí– el anhelado desarrollo a los pueblos indígenas.

Lejos de esta apreciación visionaria del experimento, sí coincido en el hecho de que fue sofisticado, con muchas aristas y, sobre todo, muy bien publicitado. Obsérvese si no de qué manera un Proyecto como éste, que constituyó sin duda el paquete de medidas de intervención sobre el medio indígena más importante del Ecuador durante su quinquenio de vida, que fue diseñado en sus líneas directrices en el entorno del Banco Mundial, que se financió de manera fundamental a cuenta de la deuda externa del Estado, y que fue materializado sobre el terreno bajo la supervisión de intelectuales y técnicos indígenas –los responsables de su aparato burocrático-administrativo– y con la colaboración (a veces entusiasta) de numerosos dirigentes locales, se ha hecho pasar por un éxito sin paliativos de la nueva filosofía del desarrollo con identidad. Visto desde otro punto de vista, sin embargo, la perspectiva cambia: el hecho de que una parte substancial de las políticas sociales (o de desarrollo, da igual) que afectan a un colectivo tan importante como el indígena, en un país como Ecuador, se planifique en sus líneas maestras desde el Banco Mundial, recurra al endeudamiento nacional para viabilizarse, se ejecute con el beneplácito de los representantes de los beneficiarios, se evalúe desde la misma instancia foránea que lo ideó –reduciendo prácticamente a nada el papel del Estado (que es quien paga, en definitiva) en la fiscalización de esos recursos–, y finalmente se presente de cara a la galería como un triunfo sin paliativos, constituye en realidad –aplicando el lenguaje de la vieja economía política– un ejercicio postmoderno de neocolonialismo sin paliativos; un neocolonialismo que va más allá de lo estrictamente económico y que, de manera lenta pero persistente, ha terminado colonizando definitivamente los imaginarios colectivos de todos, de quienes ejecutan y de quienes se benefician con las mieles del proyectismo.

Tras el rechazo de la segunda fase de PRODEPINE por parte de la CONAIE, la tarea es ardua, complicada y, en todo caso, de larga duración. No en vano, se trata de recuperar la frescura, el discurso incluyente –tómese nota del célebre “nada sólo para los indios” de los neozapatistas chiapanecos–, el rearme ideológico –lejos de talibanismos y oportunismos identitarios–, la capacidad de mirar más allá de los cerros aledaños y, sobre todo y muy especialmente, urge construir una agenda política de altura que sea capaz de eludir la trampa mortal del proyectismo, versión contemporánea de las tristemente célebres cuentas de vidrio que quinientos años atrás abrieron las puertas de este vasto continente a la ambición y codicia desmedida de un puñado de arribistas.

Notas

[1] Universidad de Lleida (España) Investigador Asociado a FLACSO / sede Ecuador

[2]  Más que a escala provincial, esta tendencia es claramente constatable a nivel cantonal y parroquial: “Así observamos cómo en Azuay son Cuenca y Gualaceo los dos cantones más agraciados por el compo­nente de subproyectos, de igual manera que lo eran ya en cuanto a la preferen­cia por parte de las [ONG]. Similar es la si­tuación del cantón Guaranda en Bolívar: con sus 25 subproyectos y los más de 455.000 dólares transferidos a sus OSG, pareciera que, como en los casos anteriores, PRODEPINE hubiera tenido inclinación a converger prioritariamente sobre los espacios ya privilegiados por las ONG, pues éste es, con diferencia, el cantón de esa provincia en que más iniciativas implementaron aquéllas a finales de los noventa. Lo mismo sucede en Cañar con el cantón del mismo nombre; en Chimborazo con Colta, Riobamba, Guamote y Alausí; en Cotopaxi con Salcedo y Latacunga; en Imbabura con Otavalo y, en menor me­dida, con Ibarra y Cotacachi; en Loja con Saraguro; en Tungurahua con Ambato; y en Pichincha con Cayambe” (Bretón 2005, 16).

[3]  Véase, por ejemplo, el volumen colectivo coordinado por John Cameron y Liisa North (2003).

[4]  Digo esto porque parece bastante claro que la gran eclosión de ONG coincide con la década de 1980, es decir, con el advenimiento del neoliberalismo y su retórica anti-estatalista (León 1998). En ese contexto, y ante el replegamiento del Estado del medio rural, la proliferación de agencias privadas de desarrollo –del signo ideológico que fuera– sirvió en cierto sentido para facilitar la substitución no traumática de los poderes públicos en un proceso que, sin menoscabo, puede definirse como de privatización de facto de las políticas de desarrollo.

[5]  Ahí queda el esfuerzo desplegado por Thomas Carroll (2002 y 2003), muy especialmente el dedicado a elaborar una metodología con que medir la cantidad y la calidad del capital social almacenado en las federaciones (Carroll 2002); un intento, en última instancia, de objetivar lo inobjetivable si no se acompaña de buenas investigaciones etnográficas que permitan constatar lo que queda más allá del rellenado de unas planillas con preguntas cuantificables, por complejas que éstas sean.

[6]  A pesar de que los datos de campo parecen señalar en esta dirección, son necesarias todavía investigaciones monográficas que permitan ir perfilando los diferentes mecanismos a partir de los cuales se han ido conformando esas dirigencia locales. En mi opinión, esa línea de trabajo debería de tomar un marco cronológico amplio, abarcando al menos desde el proceso de disolución del régimen de hacienda.

[7]  Cuantiosos en relación al mundo de carencias en que se desenvuelven las comunidades andinas, por supuesto. No cuesta mucho trabajo imaginar lo que supone, desde el punto de vista del poder local, la inyección de cantidades que oscilan desde unas decenas de miles hasta más de doscientos treinta mil dólares (el caso de la OSG más beneficiada de la sierra) para ser gestionados en base a la correlación de fuerzas sociales cristalizadas alrededor de las dirigencias endógenas.

[8]  También sobre este tema hace falta investigación de base: ¿cuáles serán las estrategias desplegadas por las unidades de producción familiares para enfrentar esa exclusión de los mercados? Me parece pertinente en este sentido traer a colación un trabajo reciente sobre la articulación, en el Valle de Lares, en Cuzco (Perú), de una sólida red de mercados de trueque (conocida como chalayplasa) como respuesta de los campesinos a la expulsión de facto del mercado monetario convencional a que el ajuste estructural de principios de los noventa (el fujishock) los condenó (Martí 2005). Ignoro si en el Ecuador se hayan dado procesos comparables.

[9]  Para algunos analistas, PROLOCAL sería algo así como “la otra pata” , junto a PRODEPINE, de un mismo modelo de actuación sobre la sociedad rural (Cf. Donoso-Clark 2003, 382).

[10]  Soy consciente de que esta es una descripción esquemática, aunque responde bastante bien a lo que acostumbra a ser habitual. Tómese solo como ilustrativa de una realidad mucho más compleja que cuestiona plenamente la estrategia de fragmentar a los productores en función de su ubicación identitaria.

[11]  Ver Schejtman (1999) y Martínez Valle (2004), entre otros.

[12] Varios ejemplos empíricos de la provincia de Imbabura fueron añadidos, a modo de ilustración,  en Bretón (2005b) en forma de apéndice cualitativo.

[13]  Sobre este aspecto resulta de enorme interés Martínez Valle (2002).

[14]  Véase la polémica con Antonio Ospina a tenor de mi trabajo sobre las relaciones entre las ONG y las organizaciones de segundo grado en el nº 55 de la revista Ecuador Debate.


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